La luna colgaba alta, pálida y testigo silencioso del caos. Los árboles crujían por la brisa que precedía a la tormenta, y el bosque entero parecía respirar con violencia contenida.
Owen el lobo gris jadeaba en el centro del bosque, la sangre brotando de una herida en su costado. Sus patas temblaban levemente, no de miedo, sino de rabia contenida. El barro se adhería a su pelaje espeso. Cada músculo de su cuerpo estaba en tensión.
Owen alzó la vista. Sus ojos grises, apagados por un segundo, ardieron cuando vio lo que ya no podía alcanzar.
La loba blanca. Su loba. La había sentido por primera vez tan cerca, tan suya, que su lobo interior había rugido con fuerza dentro de él, reconociéndola. Era un vínculo sagrado. El hilo que sólo los verdaderos compañeros podían sentir.
Y ahora… ella se alejaba. Se la llevaban. Tres lobos del Clan Tormenta la arrastraban entre los árboles, su cuerpo aún inconsciente por la transformación. Su pelaje blanco desapareció entre la maleza como un destello fugaz.
Un aullido potente brotó del pecho de Owen, más fuerte que cualquier otro que hubiera dado. El grito de un Alfa herido, de un lobo que acababa de perder a su Luna.
Los ojos rojos de Logan brillaban con una mezcla de triunfo y ferocidad mientras observaba al lobo gris retorcerse en el barro.
Una sonrisa oscura, apenas perceptible en su forma de lobo, se dibujó en su rostro al ver la sangre emanar de las heridas de Owen.
Había logrado lo que quería: arrebatarle a su Luna frente a sus propios ojos, al igual que Owen lo hizo con Aria, con la diferencia que Mía seguía aún con vida.
El rugido de impotencia de Owen fue música para sus oídos.
Con la mirada fija en su enemigo derrotado, Logan giró con elegancia y desapareció entre los árboles, satisfecho.
Y justo entonces, los arbustos crujieron.
Sombras negras emergieron entre los árboles, una tras otra. Diez… doce… quince. Rodeaban el claro. Lobos grandes, de pelaje oscuro, ojos dorados, todos con el aroma imponente del Clan Tormenta. Rodeaban el terreno, como depredadores bien entrenados. No estaban aquí para observar. Estaban aquí para destruir..
El lobo gris se irguió con dificultad. Estaba herido, cansado, con el alma desgarrada por la pérdida de Mía. Pero no retrocedió. No frente a él. No frente a los hombres de Logan.
Un rugido bajo salió de su garganta.
—¡LOOOOOOGAAAN! —retumbó en su pecho el lamento, aunque su voz no se tradujera en palabras humanas.
Los lobos del clan tormenta se lanzaron como sombras feroces sobre Owen.
El suelo tembló bajo sus patas mientras lo rodeaban, dientes descubiertos y ojos brillando con rabia.
Uno de ellos se abalanzó directo a su costado, arrancando un aullido de dolor del lobo gris.
Otro se aferró a su lomo, hundiendo las garras con furia mientras Owen intentaba zafarse.
Envuelto en una tormenta de colmillos y zarpas, el Alfa cayó al suelo, su orgullo destrozado junto a su cuerpo.
Owen rodó varios metros por el barro, su cuerpo golpeando las raíces y ramas partidas. La sangre salpicó el suelo. Pero no cayó vencido. No podía. No mientras Mía estuviera lejos de él.
Owen se puso de pie y luchaba con otra llama dentro: el dolor de ver a su compañera perdida.
—¡AAAAAAAHHH! —gritó en voz de lobo, y logró zafarse con una sacudida. Sus patas traseras empujaron con fuerza y derribó a uno de los hombres de logan
Ambos rodaron entre los árboles, destrozando ramas, levantando hojas y tierra.
El lobo gris quedó aturdido. Apenas podía respirar.
Y entonces… uno de los lobos alzó la cabeza.
Sus orejas captaron algo. Un sonido lejano.
Más patas corriendo. Muchas. No eran del Clan Tormenta.
Venían refuerzos.
El lobo café giró la cabeza hacia los otros lobos, que mantenían la guardia a unos metros. Sus ojos se encontraron, y sin palabras, hizo una señal sutil, pero clara: era hora de retirarse.
Ya habían logrado lo que querían.
Habían tomado a la loba blanca. El alma de Owen.
Los ojos de Owen ardían con fuego.
A lo lejos Logan alzó el hocico y aulló dando una orden.
Uno por uno, los lobos del Clan Tormenta comenzaron a retroceder, deslizándose entre los árboles. Algunos corrían en dirección al oeste, donde los dos lobos se habían llevado a Mía. Otros se dispersaban hacia los flancos, cubriendo la retirada.
Jacop el beta de la manada tormenta fue el último en irse, cubriendo la retaguardia, sin quitarle la vista a Owen.
El lobo gris quedó solo, rodeado por la sangre, el dolor y la promesa de venganza.
El silencio volvió al bosque, roto sólo por la respiración pesada de Owen.
Sus hombres llegaron segundos después. Lobos grises y marrones, aliados de su manada. Algunos transformados, otros aún con ropas rotas por la conversión. Todos llegaron tarde. Demasiado tarde.
—¡Alfa! —uno gritó, corriendo hacia él.
Owen no respondió. Sus ojos estaban fijos en el vacío. O, mejor dicho, en la dirección en la que Logan había desaparecido. Hacia donde Mía había sido llevada.
Una gota de sangre cayó de su hocico.
Y un susurro nació en su mente:
“Voy por ti.”