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Me incorporé despacio, esperando recuperar el aliento que tanta emoción entorpecía ya al voltearme, encontré a mis súbditos de rodillas, profundamente estremecidos por lo que acababan de escuchar.

—Debemos partir cuanto antes— le avisé a mis doncellas.

Los astiles se apresuraron a despedirse, colmándome los oídos con nuevas recomendaciones y expresando su temor de que el viaje pudiera perjudicarme; pero contrario a lo que todos esperábamos, en cuanto el aire me despeinó un poco, atravesando los cortinados de mi carruaje, me sentí mejor que nunca.

La fuerza regresaba a mis miembros fatigados y tuve tanta hambre, que las doncellas tuvieron que cuidarse para que no manchara sus trajes con las salpicaduras de las frutas que mis mordidas destrozaban. Ellas se reían, fingían disfrutar del viaje para que yo no me acongojara, sin embargo, nada me haría olvidar el peligro tan grande que corrió mi esposo, y del cual solo pudo salvarse por el sacrificio de los jóvenes que ahora eran prisioneros
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