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Quería recorrer cada rincón escondido de ese castillo, hablar con mi esposo, llegar a conocernos como correspondía a una pareja que se amaba y se me ocurrió que ya era hora de conocer sus aposentos.

—Nunca he estado aquí— le señalé, mientras atravesábamos las puertas de sus aposentos—. Ni siquiera mi padre me permitió visitarlo, porque respetaba demasiado nuestras tradiciones como para fallar en algo.

El sol entró por las ventanas abiertas, donde se recogían a los laterales, el cortinado dorado que emulaba a la calidez de la mañana. Las paredes estaban cubiertas por tapices claros, todos haciendo referencia a las habilidades de guerrero que los reyes Édazon tenían y el olor me resultó fresco, agradable.

El lecho se escudaba detrás de un amplio barandal tallado minuciosamente con elementos de la naturaleza y combinando con el color azul tenue de las sabanas y el dosel. Era una alcoba encantadora, digna de su dueño y compuesta por una serenidad que calmaba hasta al más brioso de los co
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