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Durante toda la danza, los ojos de él estuvieron fijos en mi rostro, no desafiándome, sino tratando de intimidarme y por eso le rebatía con la más dulce de mis sonrisas, hasta el punto de llegar a exasperarlo. Seguramente le cruzaban por su mente un sinfín de improperios, menos coloridos que los que yo le habría dedicado de haber podido.

Esa noche había aprendido la más importante de las lecciones: no debía dejar que las opiniones de otros interfirieran en mi relación con el rey, especialmente si tenía rivales tan provocadores como el pelirrojo. Estaba segura de que él era el principal causante de las inseguridades de mi esposo y casi podía afirmar que le recomendó tratarme del modo más formal posible, con el pretexto de no ofenderme, o tal vez recordándole que yo era una princesita cuando él fue tratado como un bastardo; pero para suerte de ambos, los instintos desmoronaron sus palabras y al final conseguí que el hombre ávido se impusiera por encima del pupilo obediente.

Así debía
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