El Gran Salón de los Ancianos, excavado en la roca viva de la montaña, vibraba con la tensión acumulada de docenas de respiraciones contenidas. Las antorchas dispuestas en las paredes de piedra proyectaban sombras danzantes sobre los rostros severos de los miembros del Consejo, sentados en un semicírculo elevado frente a Helena. El techo abovedado, adornado con símbolos ancestrales tallados en la piedra, parecía aplastarla con su peso histórico.
Helena permanecía de pie en el centro, sintiendo cada mirada como un puñal. Nunca se había sentido tan expuesta, tan juzgada. A su lado, Darius mantenía una expresión impenetrable, aunque ella podía sentir la tensión en cada músculo de su cuerpo.
Goran, el más anciano del Consejo, se levantó con dificultad apoyándose en su bastón de roble. Su rostro, surcado por arrugas profundas como grietas en tierra seca, se contrajo en una mueca de disgusto.
—Tenemos ante nosotros a la descendiente de Ayleen —su voz resonó contra las paredes—. La sangre ma