El cielo estaba cubierto de nubes negras, pero la lluvia no caía. Era como si la tormenta se contuviera, esperando algo.
Lía caminaba con pasos firmes por el sendero que bordeaba el lago. Lo conocía desde niña, pero ahora todo le parecía distinto. Más vivo. Más... vigilante. Desde que encontró el pacto, no había podido dormir. Cada palabra del documento retumbaba en su cabeza. Su madre había entregado su futuro a un desconocido, un ser que ni siquiera era humano. Y lo más perturbador: una parte de ella no estaba asustada… sino conectada. —Kael —murmuró, saboreando el nombre como si tuviera un peso emocional más profundo de lo que quería admitir. Desde aquel encuentro en el bosque, lo había sentido. No lo veía, pero sabía que estaba cerca. Como si su sombra se hubiera fundido con la de ella. Llevaba una navaja en el bolsillo. Sabía que no serviría contra algo como él, pero le daba cierta sensación de control. Una ilusión, quizás. El bosque crujió a sus espaldas. Se giró de inmediato. Nada. Volvió a caminar. Unos pasos más, y entonces… Un gruñido. Grave. Salvaje. No venía del frente. Venía de arriba. Cuando alzó la vista, vio una figura lanzarse desde un árbol, directo hacia ella. No era Kael. Era más pequeño, pero igual de monstruoso. Un lobo de pelaje grisáceo, con colmillos expuestos y ojos rojos como brasas. Saltó. Lía gritó. La criatura la empujó al suelo, sujetándola con fuerza. Un peso bestial la aplastaba contra el lodo. Intentaba morderle el cuello. Ella luchó, rasguñó, pateó. Sus manos alcanzaron la navaja. La abrió a ciegas y la clavó en la pata del lobo. El aullido fue desgarrador. Y en ese instante, otro rugido, más profundo, más violento, rompió el aire como un trueno. Kael. Surgió de entre los árboles como una sombra de furia. Su forma de lobo era más grande que nunca, ojos de plata brillando con ira contenida. Se abalanzó sobre el atacante sin dudarlo. Lo derribó de un solo golpe. Los dos cuerpos se enredaron en un torbellino de colmillos, garras y sangre. Kael mordió, desgarró, rugió como una bestia de otro mundo. El lobo gris intentó huir, pero Kael le destrozó el hombro y lo arrojó contra un árbol. El atacante, herido y tembloroso, se escurrió entre la maleza, soltando un chillido de derrota. Kael no lo persiguió. Giró hacia Lía. Y ella… no supo qué sentir. Él se acercó, jadeando. Su pelaje estaba manchado de sangre. Pero sus ojos… sus ojos eran humanos. Llenos de desesperación, de rabia, de algo más oscuro. Transformarse de nuevo fue rápido. Sus huesos crujieron y su cuerpo volvió a ser el de un hombre. Desnudo, cubierto solo por heridas, barro y cicatrices. Lía se cubrió la boca. No por pudor. Sino porque reconoció el miedo en él. —¿Estás bien? —dijo él con voz ronca. Ella asintió, temblando. —¿Quién… quién era? Kael no respondió de inmediato. Se agachó, le tomó la mano con cuidado, y le revisó el cuello. Su expresión se volvió más tensa. —Te mordió —dijo con la mandíbula apretada—. No te infectó, pero… fue cerca. —¿Infectarme? Kael bajó la mirada. —Ese no era de mi manada. Era un renegado. Alguien que sabía quién eres… y que te quería convertir a la fuerza. No todos los lobos respetan el pacto. Lía sintió que el suelo se desvanecía. —¿Convertirme? —Una mordida puede iniciar la transformación —dijo él, sin rodeos—. Pero si no es voluntaria, si no es vinculada por un Alfa... tu cuerpo podría rechazarla. Matarte. El silencio fue brutal. Lía se abrazó a sí misma. Kael se acercó, más despacio esta vez. Se arrodilló frente a ella. —Lía… no quería que te enteraras así. Yo no debía acercarme todavía. Pero ellos se adelantaron. Sabían que el vínculo estaba despertando. —¿Y tú qué eres? —preguntó ella, con voz quebrada. —Soy tu prometido por sangre —respondió sin dudar—. Pero también soy el lobo al que todos temen. El exiliado. El que fue desterrado por defender una verdad que nadie quiso escuchar. Ella lo miró, directamente a los ojos. Y no vio a un monstruo. Vio a alguien herido. Alguien roto. Como si el mundo hubiera intentado destruirlo… y solo hubiera logrado volverlo más fuerte. Kael bajó la cabeza. —No te voy a obligar a nada. No quiero que me aceptes porque estás asustada. Pero si no te protejo, vendrán más. Y serán peores. —¿Por qué yo? —preguntó—. ¿Por qué yo tengo esta maldita marca? Kael la miró con ternura. —Porque eres la hija de la Luna. Porque tu alma está entre dos mundos. Y porque, Lía… si tú mueres, todo se pierde. El silencio se volvió abismo. Y entonces, un nuevo aullido resonó en la distancia. Uno distinto. Uno lleno de odio. Kael se incorporó de golpe. —Tenemos que movernos. Lía lo miró, tragando saliva. —¿A dónde? Kael tomó su mano con fuerza. —A donde no puedan morderte jamás.