La noche había caído con una rapidez antinatural, como si el sol hubiese huido del cielo por algo que prefería no ver. El regreso de Lía y Kael desde la Cueva del Silencio fue silencioso. Cada paso resonaba más de lo normal sobre el suelo húmedo del bosque, y los árboles parecían inclinarse apenas a su paso, murmurando secretos entre hojas temblorosas.
La piedra flotante, ahora fusionada con la marca en la espalda de Lía, latía con una frecuencia constante. Era como si algo dentro de ella estuviera respirando… o esperando.
—¿Te duele? —preguntó Kael, apretando suavemente su mano mientras atravesaban el umbral del campamento.
Lía negó con la cabeza, pero su rostro decía otra cosa. No era un dolor físico. Era un peso. Una certeza oscura que la perseguía desde que escuchó la risa del Nombre Olvidado en su mente.
Los recibieron con tensión. Algunos de los guerreros más cercanos a Kael se acercaron primero: Valen, ya más estable, pero con una mirada que aún escondía tormentas. Thareen, la