—Vamos a casa —susurré mientras acomodaba mi ropa con manos temblorosas y recogía el bolso del suelo. Aún sentía su calor en mi piel, como una quemadura dulce que se negaba a desvanecerse.
Kael negó con la cabeza, esbozando una sonrisa ladeada que no alcanzaba sus ojos.
—Podemos continuar… hacer que la noche sea más larga —murmuró, y deslicé la yema de mis dedos por su pecho desnudo, deteniéndome justo sobre su corazón, que latía con violencia bajo mi tacto.
—¿Estás loca? Encima de que te compraste la propiedad más cercana a mi casa posible. ¡Compartimos tierra, por el amor de Dios! ¿Quieres que me quede allí?
Resopló con fastidio, girándose para dar unos pasos hacia la sombra, apartándose de mí como si mi sola presencia le hiriera.
—Estás loca.
—¿Tienes miedo de que Lyanna se entere? —pregunté en un tono bajo, desafiante, cruzando los brazos con la barbilla en alto.
—Yo no le tengo miedo a nada —gruñó, sin mirarme.
Solté una carcajada amarga que me supo a ceniza.
—Solo te doy el luga