—¿De dónde dices que sacaste la llave? —preguntó Selyna con una ceja alzada justo antes de que el libro que sostenía se le resbalara de entre los dedos y cayera al suelo con un golpe seco. Una nube de polvo se elevó perezosamente en el aire estancado.
Tosí, agitando la mano frente a mi rostro para disipar las partículas que me rasparon la garganta.
—Una amiga me la... dio —respondí, esquivando su mirada.
—¿Te la dio? —repitió ella, clavándome los ojos con una mezcla de desconfianza y curiosidad—. ¿O la robaste?
—Qué acusación tan horrenda para hacerle a alguien que no conoces —repliqué, tensando los hombros. Mi voz sonó más firme de lo que me sentía por dentro.
Selyna sonrió, pero su expresión no era cálida. Tenía algo felino, calculador.
—Este lugar ha estado cerrado durante más de veinte años, y hoy, de repente, recibe dos visitas. Qué coincidencia tan extraña, ¿no crees?
—Yo podría preguntarte lo mismo. ¿Cómo llegaste tú aquí?
—La verdadera cuestión es —Selyna comenzó a caminar le