Lobos de bronce

—¿Ni siquiera piensas beber un poco de agua? —sostuve la botella varios minutos frente a sus labios resecos y agrietados, observando cómo la piel se partía con cada respiración.

Negó con la cabeza lentamente, la sombra de su rostro hundida en la penumbra.

—No puedes seguir así. Ya son tres días…

—Lo prefiero —contestó, apartando la boca con un leve movimiento, como si el simple contacto del agua fuera un lujo que no merecía.

—Lo entiendo —dije, dejándome caer en el suelo polvoriento. El frío de la tierra me caló a través de la ropa mientras apoyaba la espalda contra las paredes endebles de la caseta, que crujían con cada ráfaga de viento.

—¿Cómo podrías?

—Te lo he dicho antes… yo también estoy presa aquí, aunque no lo parezca.

—Yo llevo años… tantos, que ya no recuerdo.

—Supongo que deben sentirse como años. El tiempo debe pasar mucho más lento.

Él sonrió con un gesto cargado de ironía.

—No. Son años. Me ha movido de un lugar a otro: camionetas, camas de hospital, casuchas como esta,
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