— Adelante — dijo Darian, empujando la enorme puerta de madera.
El suelo crujió bajo mis pies al entrar y un escalofrío me recorrió la espalda. Las paredes, oscuras y cubiertas de polvo, apenas dejaban entrever viejos retratos que despertaban en mi pecho un vago y doloroso eco de familiaridad.
— ¿Dónde estamos? — pregunté, mi voz apenas un susurro.
— ¿No la reconoces? — respondió él, con una sombra de melancolía en el rostro.
Negué lentamente, incapaz de apartar los ojos de las fotografías descoloridas.
— Era la cabaña de tus padres.
Un nudo me cerró la garganta y la espuma del llanto amenazó con asfixiarme. Apreté la mandíbula, los puños cerrados a los costados, negándome a derrumbarme delante de aquel hombre que, por mucho que dijera conocerme, seguía siendo un extraño.
Mis ojos recorrieron la estancia y, en un rincón en penumbra, descubrí un montón de latas de cerveza y botellas vacías.
— ¿Tú… vives aquí? — pregunté, la incomodidad creciendo en mi pecho.
— No — respondió sin titubear.
Avancé por un estrecho pasillo y al llegar a la cocina me detuve, perpleja. La puerta trasera estaba entreabierta, las ventanas rotas, las cortinas raídas meciéndose con el viento frío que se colaba por los huecos. Me giré hacia Darian, la confusión nublándome los pensamientos.
— La cabaña lleva mucho tiempo abandonada — explicó, encogiéndose de hombros. — He intentado mantenerla en pie, pero las diferencias con mi familia me dejaron sin lugar al que llamar hogar. He tenido que esconderme en las montañas.
— ¿Dices que perdiste a tu familia y tu hogar… por culpa de extraños? — pregunté, sin entender del todo.
Darian esbozó una media sonrisa, una mezcla de tristeza y determinación.
— No — respondió, dando un paso hacia mí. Me tomó suavemente de la mano. — Lo he hecho por ti. Tú eres mi Luna destinada, Nyra. Te he amado desde que éramos niños.
No pude soportar la intensidad de su mirada, cargada de un sentimiento tan profundo que me desarmaba. Bajé la vista, buscando refugio en cualquier parte, pero sus dedos se deslizaron con delicadeza hasta mi barbilla, obligándome a mirarlo de nuevo.
— Sé que todo tu mundo acaba de desmoronarse — continuó, su voz baja, casi un susurro. — He esperado por ti durante años… y esperaría mil más. Los lobos amamos para toda la vida.
Su rostro se inclinó hacia mí y, en la curva de sus labios, adiviné un beso que no estaba lista para recibir. Di un paso atrás, el corazón retumbando en mi pecho. Él solo sonrió, paciente, como si supiera que mi huida era solo cuestión de tiempo.
— Yo… yo… — empecé a decir, intentando reunir palabras que justificaran mi confusión, pero un sonido me interrumpió.
Pisadas, suaves pero inconfundibles, resonaron a mis espaldas. Giré sobre mis talones y allí estaban.