No conseguía desprenderme de la imagen borrosa de aquel rostro deforme. Era como si se hubiese grabado en mis retinas, persiguiéndome incluso con los ojos cerrados. Me encerré en la habitación y me senté en la cama, con la espalda rígida y los ojos clavados en la puerta. El silencio era denso, opresivo, como si en cualquier momento algo pudiera irrumpir desde el otro lado.
La fatiga y el sueño se colaban lentamente en mis párpados, cada parpadeo se prolongaba más que el anterior, hundiéndome poco a poco en la oscuridad. Cada vez que me vencía, despertaba sobresaltada, enderezando la espalda y volviendo a fijar la mirada en la puerta, como una vigía solitaria. Pero inevitablemente, el ciclo se repetía: el sueño me atrapaba de nuevo y despertaba recostada sobre la almohada, sin saber cómo había llegado allí.
Cuando abrí los ojos una vez más, escuché pasos en el pasillo. El corazón me dio un brinco. Faltaban pocos minutos para el amanecer; lo supe por la leve claridad que se filtraba po