Cueste lo que cueste

—¿Ves? Te dije que si te tomabas la medicina, en nada estarías de pie —dijo Selyna, colocándose detrás de mí con las manos en la cintura y una sonrisa triunfal iluminando su rostro.

Yo no podía apartar los ojos de mi reflejo. Frente al espejo, mi mirada recorría las pequeñas cicatrices que aún marcaban mi cara, huellas visibles de aquella noche que me había cambiado para siempre.

—Voy a ir a buscar a mi hijo —declaré sin pestañear, con la voz firme, aunque el corazón me latía con fuerza en el pecho.

—No —replicó Selyna secamente, dándose la vuelta antes de salir de la habitación.

Corrí tras ella, o al menos lo intenté.

—¿Cuántos días llevo aquí? ¡Ni siquiera me has dejado salir de esta casa desde que regresamos de la clínica! —exclamé, sintiendo la frustración quemarme por dentro.

—Todavía no es el momento —respondió sin detenerse.

—¿Y cuándo va a ser el maldito momento? —grité, girando con torpeza. Al apoyar el peso sobre mi pierna herida, un dolor agudo me atravesó como una descarga
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