Darío corrió, exultante, directo a los brazos de Esther, quien lo recibió con una sonrisa tierna y lo felicitó con suaves palmaditas en la espalda. Él la miraba con ese brillo infantil que solo surge del orgullo puro. En cuanto se separaron, Alan se acercó con paso elegante y me ofreció su brazo, haciendo una leve reverencia que me hizo sonreír. Acepté, enlazando mis dedos con los suyos, y comenzamos a bailar al compás de la música suave que flotaba entre los murmullos del jardín.
—He visto que nuestra querida Eva se siente bastante cómoda a tu lado —Lo miré de reojo, levantando una ceja con picardía.
—¿Celosa? — contestó con tono burlón.
Dejé escapar una carcajada ligera, divertida por su manera de disfrazar el interés tras una broma.
—Jamás. Yo sé que solo tienes corazón para un amor —añadí con voz sedosa, apoyando la cabeza brevemente en su hombro mientras girábamos.
Alan suspiró teatralmente, como si llevar su atractivo fuera un pesado castigo.
—Qué bueno que alguien toma en cue