Lobo blanco VIII.
Cada respiración era una tortura, un recordatorio de que mis pulmones ya no obedecían del todo, de que el aire me abandonaba igual que mi sangre.
Las palabras de Tax resonaban en mi cabeza como un eco enfermo: la traición, las mentiras, la muerte de mi manada… Mery.
Su nombre me atravesó como otra herida más.
Me vi tentado a cerrar los ojos y dejarme hundir en la oscuridad, pero… ahí, entre el peso del dolor, una chispa.
Mínima.
Frágil.
Un destello obstinado que me recordó que mientras respirara, aunque fuera apenas, no todo estaba perdido.
Mery.
La cueva.
La gran Madre.
Con un gemido ahogado, junté la poca fuerza que me quedaba y comencé a arrastrarme.
La tierra fría se pegaba a mis manos ensangrentadas, mis heridas dolían aún más contra las piedras, pero seguí.
No miré atrás.
Solo me arrastré, dejando un rastro de sangre que marcaba mi camino hacia la misma cueva en la que Mery había derramado sus oraciones.
Nada me garantizaba que Nuestra Gran Madre me