Lobo Blanco XII.

El camino hasta el lugar que había limpiado la noche anterior fue silencioso. Los más pequeños trotaban detrás de los mayores, cuidando de no separarse demasiado del grupo. Cuando llegamos, empujé la puerta para que entraran. El olor a madera seca y el calor tenue de la chimenea los recibió, pero ninguno pareció relajarse.

—Quédense aquí —dije, señalando la sala—. No salgan hasta que yo regrese. Iré a cazar algo.

Mientras los demás se acomodaban en un rincón, una pequeña se quedó de pie junto a mí. Apenas me llegaba a la cintura y su cabello desordenado le cubría parte del rostro.

—¿A dónde vas? —preguntó con un hilo de voz.

—A traer comida.

Asintió, pero no se movió. Sus ojos, enormes y oscuros, buscaron los míos.

—¿Y… dónde está mi mamá? —dijo finalmente.

Tragué saliva. Las palabras verdaderas se agolparon en mi garganta, pero sabía que no debía soltarlas.

—No lo sé —mentí con cuidado.

Ella me miró un segundo más, como si intentara descubrir si decía la verdad, y l
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