Lobo Blanco XIII.
Un mes más pasó y Rebeka finalmente se rompió, suplicando que la matara.
Su voz estaba hecha trizas, igual que sus manos. La tumba que cavaba día y noche parecía un hueco deforme y profundo.
—Mátame… —gimió, cayendo de rodillas, incapaz de sostenerse.
No respondí. La miré, impasible, como si fuera otra roca más en el camino.
Hasta que ella alzó la cabeza, los labios resecos y los ojos encendidos por la desesperación.
—Hay algo… un secreto que solo yo sé.
No me moví, pero mis oídos se agudizaron.
—Podría decírtelo… a cambio de mi libertad. —Hizo una pausa, y sonrió de forma triste, amarga—. O de mi muerte.
El silencio que se formó entre nosotros era denso, casi físico. Ella buscaba con la mirada cualquier resquicio de humanidad en mí, algo que le confirmara que aún quedaba compasión en el lobo que una vez conoció. Pero yo no me moví.
Tampoco respondí de inmediato.
Si algo me había enseñado el último año, era que las palabras podían ser cuchillas tan filosas como cua