Lobo Blanco XI.
La dejé atada, gimiendo contra el trapo que le cubría la boca, y salí a la noche. El aire frío me ayudaba a pensar con claridad… y mi claridad en ese momento solo servía para decidir cuánto iba a durar su agonía.
No quería que muriera rápido.
No quería que cerrara los ojos y dejara de sentir.
Quería que, cada vez que parpadeara, viera el rostro de Mery, el llanto de los cachorros, y el fuego consumiendo lo que alguna vez llamó hogar.
Corté un trozo de la parte más larga de la sábana y recogí unas ramas finas, flexibles, que encontré en el bosque cercano. No era madera común; eran tallos de avellano, resistentes y dolorosos al tacto.
Busqué entre los cuerpos algo que me ayudara a hacer algo de ruido y lo encontré en un collar roto con un cascabel oxidado.
Lo até a las ramas de forma que cada movimiento sonara.
Cuando regresé, ella estaba intentando arrastrarse hacia la ventana, sin éxito.
La até a una de las vigas centrales de la casa, de pie, y aseguré el cascabel ce