Capítulo 40.

—Eso los detendrá por un tiempo —gruñó papá.

Nos encontrábamos en la sala de estar de la Casa de la manada, después de que los tíos organizaran todo para que en el territorio nadie se quedara sin comer.

El silencio se había apoderado del lugar, solo roto por el roce de los cubiertos contra los platos. Nadie quería hablar demasiado alto, como si cualquier palabra pudiera quebrarnos por dentro.

Aún no se había hecho el conteo total de víctimas ni encontrado todos los cadáveres de ambos bandos, pero todos necesitábamos energía para seguir.

La mayoría de los lobos se habían ido a dormir —o al menos a intentarlo— cuando terminaron de comer. Solo un pequeño grupo, el de mi manada, permaneció en pie para seguir revisando el territorio.

Por eso, los adultos decidieron que podíamos quedarnos en esa reunión y escuchar directamente la situación. Al fin y al cabo, siempre terminábamos enterándonos de "cosas que no deberíamos saber a nuestra edad".

Papá se pasó una mano por el rostro
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