Capítulo 39.
Me senté en el escalón más bajo de la Casa de la Manada, con los ojos hinchados y el corazón apretado como si alguien lo estrujara con furia.
El sol descendía lento, tiñendo los árboles de rojo y dorado, y yo apenas lo veía a través de la neblina que me empañaba la mirada.
Había insistido, casi rogado, que el tío Gail lo buscara apenas se desocupara… pero cuando por fin lo hizo, no había nada. Ni huellas, ni un mechón de pelo, ni el cuerpo. Nada. El bosque guardaba silencio, como si nunca hubiera existido.
Tal vez los humanos se lo habían llevado. Tal vez... Tal vez…
Me cubrí la cara con ambas manos, ahogando un sollozo.
Sabía que no era justo culpar a nadie más a pesar de que sentía que podríamos haberlo encontrado antes su hubiéramos ido de inmediato por él.
Entendía por qué el tío Gail no lo hizo.
Mis tíos habían cargado con varias cosas: el recuento de daños en las casas, los cuerpos de civiles, los informes de heridos, la quema de los enemigos muertos, los interro