El sol estaba bajando cuando escuché pasos en el porche.
No era Leo. Tampoco Reyk.
Ese paso lo reconocía.
Salí al corredor y vi a Eiden entrando por la puerta trasera.
Tenía la ropa manchada de tierra.
El cabello húmedo de sudor.
Los brazos tensos.
Me miró una sola vez, sin sonreír.
—Volviste —dije.
—Sí.
Su voz era baja. Me acerqué un poco.
—¿Dónde estabas?
—Necesitaba salir —respondió—. Respirar.
Asentí.
No sabía qué decir a continuación.
No quería preguntar más. No quería sonar como si estuviera reclamando algo.
—Necesito hablar contigo —dije.
Eiden me sostuvo la mirada.
No parecía sorprendido.
Solo asintió.
—Vamos.
Subimos las escaleras.
Entramos en la habitación que Lena me había asignado.
Cerré la puerta.
No la trancé.
Me senté en la cama.
Él se quedó de pie, cerca, pero no demasiado.
Mis manos temblaban un poco.
Me las coloqué sobre las piernas para disimular.
—No sé por dónde empezar —dije.
Eiden pasó una mano por su nuca. Miró el suelo. Después me miró a mí.
—Voy a decir algo