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Capítulo 4: Sangre y luna

El sonido del bosque cambió.

Ya no eran ramas moviéndose o el viento entre los pinos. Era algo más pesado, más rápido.

Un gruñido bajo retumbó desde los arbustos, profundo y rabioso.

El desconocido se tensó al instante, el cuerpo inclinado hacia adelante, los músculos preparados para atacar o defender.

—Quédate detrás de mí —dijo con voz grave.

No tuve tiempo de preguntar nada.

Una sombra salió disparada de entre los árboles y se abalanzó sobre él con una velocidad que apenas pude seguir.

Era un lobo enorme, el pelaje sucio, los ojos desorbitados y llenos de espuma en el hocico. Su olor era fuerte, ácido, mezclado con sangre y algo químico.

No era un lobo común.

Estaba drogado.

El desconocido apenas alcanzó a girar el cuerpo.

El animal le saltó al cuello, las garras se clavaron en su hombro y ambos cayeron al suelo con un golpe seco.

El rugido que salió del desconocido no fue humano.

Un sonido profundo, brutal, de pura furia.

Intenté retroceder, pero tropecé con una roca.

El corazón me latía tan fuerte que apenas podía oír mi respiración.

El hombre empujó al lobo con una fuerza imposible.

El animal salió despedido varios metros, pero en cuanto cayó, volvió a ponerse de pie.

Gruñía, la saliva cayendo de sus colmillos, el cuerpo temblando de rabia.

No pensaba. No reconocía. Solo atacaba.

Giró el cuello y me miró.

Su mirada era una mezcla de hambre y locura.

—No… —alcancé a decir, paralizada.

El lobo se lanzó hacia mí.

Grité, pero el sonido apenas salió de mi garganta.

Vi los colmillos venir directos a mi rostro, y antes de poder moverme, una sombra pasó frente a mí.

El desconocido se interpuso, y su puño golpeó la cabeza del animal con tal fuerza que el impacto resonó por todo el lago.

El lobo cayó al suelo, el cuerpo convulsionando.

Las patas se movían por reflejo, los ojos vidriosos mirando al vacío.

Pero lo más extraño no fue eso.

No se destransformó.

Me quedé mirando, sin poder respirar.

Los lobos inconscientes siempre regresaban a su forma humana. Era una reacción natural, un mecanismo del cuerpo.

Pero este… seguía en su forma bestial.

El pecho subía y bajaba con dificultad, las garras aún extendidas, la mandíbula abierta como si quisiera seguir mordiendo incluso dormido.

El desconocido respiraba agitado. Tenía un corte en el cuello, pero ni siquiera lo miró.

Sus ojos, ahora oscuros y brillantes, no se apartaban del cuerpo del atacante.

—Esto no es normal… —susurré, temblando.

No contestó.

Solo observaba, en silencio, el cuerpo del lobo inmóvil a pocos metros.

Me arrodillé junto al lago, buscando algo de equilibrio.

El frío volvió a golpearme con fuerza. Temblaba, no sabía si por miedo o por el agua helada.

Me puse la ropa lo más rápido que pude, sin pensar.

Ni siquiera noté si él me miraba.

No importaba.

Tenía la mente llena de preguntas.

—¿Qué diablos fue eso? —pregunté al fin, con la voz temblorosa—. ¿Por qué nos atacó? En las tierras Azuleja nadie hace algo así.

Miré el cuerpo del lobo.

El olor era insoportable, mezcla de muerte y algo químico, como metal y humo.

—¿Por qué no se destransforma? —seguí diciendo, más para mí que para él—. Esto no tiene sentido… Los lobos no se quedan así. No deberían quedarse así.

Él seguía callado.

Solo respiraba, con el pecho subiendo y bajando lentamente, como si estuviera controlando su propio instinto.

—¿Tú sabías que estaba aquí? —pregunté, retrocediendo un paso—. ¿Quién era? ¿Qué está pasando?

Nada.

El silencio del bosque volvió, pero esta vez era distinto. Pesado. Denso.

Cada sonido, cada respiración, sonaba fuera de lugar.

Di otro paso atrás.

—Respóndeme —exigí, la voz quebrada—. ¿Qué está pasando?

Entonces él se movió.

No de manera brusca. Simplemente se acercó, despacio, y me tomó de los hombros.

Sus manos estaban calientes, fuertes, seguras.

—Alana —dijo mi nombre con calma, mirándome directo a los ojos—. Respira.

Y ahí lo entendí.

Él sabía quién era yo.

Su tono, la forma en que pronunció mi nombre, no dejaban lugar a dudas.

Yo era una desconocida para él solo en apariencia.

Pero él no lo era para mí.

Siempre me había estado observando.

Mi respiración se cortó.

—¿Cómo sabes mi nombre? —pregunté con un hilo de voz.

Sus ojos brillaron bajo la luna.

Por un segundo, vi algo en ellos. Algo que no era peligro, ni furia.

Era conocimiento.

Como si me conociera de toda la vida.

—Porque te he estado buscando —respondió finalmente. —Ya te he dicho que no es coincidencia. Tu y yo estamos destinados. 

Y antes de que pudiera decir nada más, el lobo caído en el suelo volvió a moverse.

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