El cuerpo del lobo en el suelo volvió a moverse.
Los músculos se contrajeron con espasmos, las patas se agitaban con torpeza, como si el cuerpo no recordara cómo ser un cuerpo.
El desconocido lo observaba con atención, con la mandíbula tensa y las manos listas. Cuando el animal intentó incorporarse, él lo sujetó del cuello con una sola mano, apretando con una fuerza que parecía imposible.
—No te levantes —gruñó.
El lobo soltó un gemido ahogado, un gruñido corto, y volvió a caer.
El olor a sangre y sudor llenó el aire.
Yo no podía moverme.
Tenía el corazón golpeándome el pecho, las manos temblando, y la mente llena de preguntas que no encontraba cómo ordenar.
—¿Qué… qué le pasa? —pregunté apenas.
El desconocido no me miró.
Su atención seguía fija en el animal.
—Hace demasiadas preguntas —respondió con calma—. Tal vez deberías guardarlas para tu futuro esposo. Él parece saber bastante sobre estas cosas.
Lo miré, incrédula.
—¿Qué insinúas? —mi voz sonó más frágil de lo que quise. —Acabas