Desperté con la boca seca y el cuerpo pesado. Un techo de piedra, lleno de vetas pálidas, parecía respirar conmigo. Por un momento no supe dónde estaba. Olía a hojas frescas, a humo dulce y a agua guardada en cerámica. Una luz azul recorría la pared, como si dentro de la roca hubiera un río.
—No te muevas todavía —dijo una voz a mi izquierda.
Eiden salió de la sombra. Tenía el cabello húmedo y la camisa abierta, vendada al hombro. Sus ojos buscaron los míos y se suavizaron.
—Dormiste dos días, Alana. Dos largos días. Pensamos que no despertarías.
Me incorporé a medias y el mundo giró. Él me sostuvo por la espalda. La piel me ardía en la ceja y en el pecho, como si mi sol personal me rozara por dentro.
—¿Dónde…?
—Refugio de los Guarda-runas. —Señaló arriba—. Una caverna vieja bajo el Valle Hueco. La llaman Cántaro de Luna. Solo se entra si la roca te deja. Nos dejó gracias a ti.
Recordé la cámara bajo la torre negra. Recordé el círculo de hierro encendiéndose, la risa corta de Daren,