La luz matinal se filtraba por los ventanales del salón principal, tiñendo las paredes de piedra con un resplandor dorado. Darién llevaba un rato despierto, sentado en el borde de su cama, los codos apoyados en las rodillas y la mirada clavada en el suelo. El eco lejano del canto de los cuervos no lograba acallar el torbellino de pensamientos que lo sacudía.
Había pasado semanas aislado. Hundido. Roto.
Pero esa mañana, algo en su interior había cambiado.
Aeryn estaba viva. Su exilio no había sido el final, sino una segunda oportunidad. Una que él había dado con las manos temblorosas, disfrazado de verdugo para salvarla.
No podía traerla de vuelta. No ahora. Tal vez nunca. Pero podía honrar lo que ella había creído ver en él.
—Ya basta de esconderme —murmuró para sí, pasándose una mano por el rostro. —Soy el Alfa. No puedo seguir siendo solo un cascarón.
Se vistió con la rapidez de un soldado, cada prenda una pieza de su armadura: pantalones de cuero oscuro, camisa ceñida d