El silencio de la Torre del Alfa se volvía más denso con cada amanecer. Desde el destierro de Aeryn, Darien se había convertido en un fantasma dentro de su propio hogar. Encerrado en sus habitaciones, apenas comía, no atendía reuniones, y se negaba a salir salvo cuando el deber lo exigía con urgencia. La mayor parte del tiempo delegaba decisiones a Cael y a su madre, Nerysa, que cargaban con el peso de una manada fracturada.
Cael, aunque fiel, comenzaba a tambalearse bajo la presión. Nerysa, firme como siempre, contenía las grietas lo mejor que podía, pero era evidente que el liderazgo de Darien se estaba desmoronando.
En el consejo, los susurros eran cada vez más fuertes. La ausencia del Alfa en los ritos, los juicios y las ceremonias menores comenzaba a pasar factura. Los ancianos hablaban de un líder debilitado, de un Alfa que había perdido su fuego junto con su Luna.
Y Aldrik no iba a permitir que el legado de los Lobrenhart se deshiciera así.
—¡Basta! —tronó su voz durante un