El viento sobre las llanuras de Vyrden soplaba con la calma de un territorio recién reconstruido. Desde la cima de la torre del vigía, Kaelrik contemplaba el horizonte. Los días habían sido intensos desde su regreso: las aldeas saqueadas por las rutas del sur ya estaban en pie, los niños volvían a correr entre las plazas, y los tambores de guerra habían sido reemplazados por cantos de cosecha.
Todo era como debía ser.
Pero no era suficiente.
Apoyó los antebrazos en la baranda de piedra, observando en silencio mientras la patrulla de centinelas cruzaba el portón principal. Eryos se adelantó, con el polvo aún marcando su armadura de cuero.
—Mi Alfa —dijo—. Revisión completa. Todo en orden. Demasiado en orden, si me permite decirlo.
Kaelrik asintió sin mirarlo.
—El silencio también puede ser una estrategia. El enemigo respira cuando nosotros bajamos la guardia.
Eryos tensó el gesto, pero no replicó. Kaelrik lo despidió con un gesto leve de la mano, y volvió a quedarse solo. La qui