Capítulo 2: El velo, el veneno y el vínculo.

La mañana siguiente fue un calvario. No tuve tiempo de ir al hospital; el plan de mi Madrastra era absoluto.

Estuve horas en mi habitación, sometida al escrutinio de Perla y Bárbara, quienes supervisaban cada detalle de mi transformación. Era un ritual que odiaba.

El dorado intenso de mis ojos, un color que ellas detestaban, brilló en la tenue luz. Intentaron trenzar mi cabello pajoso pero eos no hizo que se viera mejor que antes, incluso me vistieron con el vestido carmesí, la tela chillona destinada a atraer a los Alfas más desesperados.

— Esa maldita mancha no se cubre con nada. —Se quejó Perla, inclinándose para inspeccionar el maquillaje.— Realmente tiene que ser una maldición.

Suspiré, el maquillaje convencional no funciona para cubrir una cicatriz de esta magnitud, solo la hace ver gris y, por ende, mucho peor de lo que ya es. Me llevó al menos cinco años desarrollar una fórmula capaz de cubrir hasta el más intenso de los moretones en mi rostro.

La humillación final llegó cuando mi Madrastra entró, sosteniendo algo en sus manos: un velo de encaje grueso y oscuro.

— ¿Qué? ¿Va a ir a un funeral? — Dijo Bárbara con tono de burla. 

— Con esa cara la muerta parece ella. — Ignoré el comentario mordaz de Perla y me concentre en mi madrastra, Rosa.

— El Alfa del Río es un hombre sensible — declaró, sus labios apretados en una línea cruel —. Y esta es tu última oportunidad. No debemos arriesgarnos a que tu... tu aberración lo ofenda al instante.

Se acercó. Sentí el olor áspero del encaje al tocar mi rostro. El velo era tan opaco que apenas podía distinguir formas. Se sujetó firmemente sobre mi cabeza, cubriendo toda mi cara.

— Te lo quitarás solo si él lo ordena — siseó mi Madrastra, ajustando el nudo. — Hasta entonces, no debe ver tu asquerosa cara.

Me quedé quieta. El velo se sintió como una mordaza, mi castigo máximo. Ya no era suficiente con ser comparada con una bestia; ahora debía ser una sombra sin rostro, sin identidad.

— Entendido — dije, mi voz apenas un susurro que se ahogó en el tejido.

(...)

La cena con el Alfa del Río era el infierno. Me senté en silencio, mi rostro invisible bajo el velo de encaje negro, mi figura humillada en el vestido carmesí que apenas alcanzaba a cubrir algunas zonas de mi cuerpo.

El Alfa ruidoso ignoraba mi existencia. Yo solo movía la comida para disimular. El único momento en que mi familia me exigió interactuar fue cuando me sirvieron una copa de vino, un gesto de "buena fe". Lo rechacé al principio, pero mi padre me lanzó una mirada que prometía el fin de mi carrera. Tomé un sorbo silencioso.

No pasaron cinco minutos. El vino sabía demasiado dulce, y mi cuerpo, afinado por años de disciplina como enfermera, sintió algo raro. Un calor súbito, un ligero temblor en mis manos. No es alcohol, pensé con la mente fría. Es una droga. Una droga Omega, probablemente para hacerme sumisa o más 'atractiva'.

¡Estos bastardos me drogaron!

Sin decir una palabra, fingí que iba a la mesa de postres. Mi objetivo real: la sala de enfermería o el baño más cercano.

Mientras caminaba, la droga se aceleró. Sentí mi corazón latir con demasiada fuerza contra mis costillas. Mi mente se nubló, y la disciplina que tanto me costaba mantener se agrietaba. Estaba intoxicada.

Me apresuré al baño y entré a la primera habitación que vi. Abrí el grifo a todo volumen para enmascarar el sonido. Metí dos dedos en mi garganta sin dudarlo. El sabor dulce y químico del vino drogado subió y salió. Vomité hasta que mis rodillas temblaron y el temblor disminuyó un poco.

Me limpié el rostro, exhausta, mi respiración superficial. Revisé mi pulso: aún rápido, pero manejable. Mi mente de enfermera se puso alerta. Estaba casi lista para llamar a Emergencias. Solo necesitaba unos minutos más.

Me quité el velo empapado y lo tiré a la basura. Mi rostro, con la mancha oscura y mis ojos dorados al descubierto, ardía por el esfuerzo. Siempre cargo una pequeña muestrade maquillaje y lentillas de contacto de emergencia así que no dudé en cubrir la cicatriz hasta donde pude y esconder el brillo molesto de mis ojos.

Y entonces, lo vi cuando salí del baño.

Había un hombre. El hombre del traje oscuro y la presencia de pantera.

Mi mente, aún lenta por la droga, intentó reaccionar. Pero no pude moverme.

Y entonces ocurrió lo imposible.

Una oleada de aire me golpeó. Era un aroma. Yo, Freya, la Omega sin aroma, estaba percibiendo un aroma.

La droga que había intentado vomitar se agitó con esa esencia, y el control que había recuperado se esfumó. El calor regresó multiplicado. Mi cuerpo se encendió. Mis ojos se abrieron de par en par, y mi respiración se hizo corta y superficial.

El frenesí.

La droga me había empujado al límite, y la disciplina se rompió.

Él se enderezó, sus ojos oscuros clavados en los míos. Su expresión, inicialmente de frialdad, se transformó en algo primitivo, posesivo. Él estaba reaccionando a mí, a mi vacío y a la química alterada de mi cuerpo.

— Tú — su voz no era una pregunta, sino una orden cruda —. ¿Qué diablos eres?

El tiempo se suspendió.

Sentí cómo el calor se me subía por el cuello, como mi piel se erizaba bajo el vestido ceñido que apenas llega a la mitad de mi muslo, no era solo la droga haciédndome arder como si fuera a quemarme por dentro, sino algo más primitivo y urgente.

El aire entre nosotros se espesó, él no apartó la vista, ni siquiera cuando me lamí los labios, un gesto que pareció avivar el fuego en sus pupilas, puedo sentir el deseo emanar de su cuerpo, como un perfume que me envuelve.

No hubo palabras. No las necesitaba tampoco.

Con una determinación que ni yo misma reconocía, avanzo hacia él, los tacones resonando contra el suelo de madera gastada. Cuando estuve lo suficientemente cerca olí su aroma a whisky y cuero de su piel, rocé la tela de su camisa con los dedos, sintiendo el calor de su cuerpo y el ritmo acelerado de su corazón. Él no se movió, pero su pecho se expandió con una inhalación profunda, como si estuviera conteniendo algo salvaje.

— No sé tu nombre — murmuro con la voz ronca —, pero necesito sentirte ahora.

La confesión brotó de mis labios, ni siquiera estaba pensando claramente. No había espacio para vergüenza, no cuando el deseo me quemaba entre las piernas, no cuando podía ver la protuberancia en sus pantalones, dura y prometedora.

Él esbozó una sonrisa torcida, peligrosa, que hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.

— Eso puede arreglarse — respondió, su voz grave, áspera, como si llevara horas sin usarla. Antes de que pudiera reaccionar, su mano se cerró alrededor de mi cintura, tirando de ella con una fuerza que me hizo chocar contra su torso. El impacto me dejó sin aliento por la sensación de su cuerpo duro contra mío, por la manera en que su cadera se ajustaba perfectamente a la mía.

Levanto una pierna, enredándola alrededor de su muslo, sintiendo cómo el tejido de la parte de abajo del vestido se arrugaba bajo el movimiento. Él aprovechó el acceso, su mano deslizándose con una audacia que me hizo jadear. Sus dedos encontraron el borde de mis bragas, húmedas y pegajosas, y no dudó en sumergirlos entre los pliegues. El contacto fue eléctrico.

— ¡Joder! — arqueo la espalda, mis uñas clavándose en sus hombros mientras él frotaba mi clítoris con una presión exacta, como si supiera exactamente cómo tocar para volverme loca. Mis caderas se movían solas, buscando más fricción, más todo. El nombre que no conocía se escapó de mis labios en un gemido roto—: ¡Dios, no pares!

Él no tenía intención de hacerlo. Con un gruñido, me levantó como si no pesara nada, apoyando mi trasero en el borde de una mesa auxilar cercana. Los objetos sobre ella cayeron al suelo. Todo mi mundo se había reducido a la sensación de sus dedos dentro, a la manera en que su pulgar seguía jugando con mientras la otra mano me agarraba el muslo con posesión.

Pero entonces él se arrodilló.

Sentí el aire frío en mi piel expuesta cuando él separó mis piernas, sus manos grandes deslizándose por el interior de mis muslos. No hubo advertencia. Solo su aliento caliente contra mi sexo un segundo antes de que su lengua me atravesara, larga y hábil, lamiendo desde la entrada hasta el pequeño botón hinchado de deseo. no pude evitar soltar casi un grito, mis dedos enredándose en su cabello mientras él me devoraba, chupando, mordisqueando, como si no pudiera saciarse. Cada movimiento de su boca enviaba olas de placer que me dejaban sin aliento, mis caderas levantándose para encontrarlo.

— ¡Más! — suplico, sin importarme quién pudiera escuchar —. Por favor, más fuerte.

Él obedeció, introduciendo dos dedos dentro mientras su lengua seguía trabajando sin piedad. Siento cómo el orgasmo se acercaba, ese calor abrasador que se enroscaba en el vientre, listo para explotar. Pero antes de que pudiera llegar, él se detuvo.

Abro los ojos, confundida, solo para verlo levantarse con una sonrisa perversa. 

— ¿Quieres que te folle, cariño? — preguntó, su voz un gruñido que vibró hasta en mis huesos—. Aquí mismo, donde cualquiera podría entrar y descubrirnos.

No dudé y extendí mis manos hacia él.

— Sí. Ahora.

Él me tomó por la cintura, su fuerza Alfa abrumadora, su rostro muy cerca del mío.

Mía — Declaró en un susurro.

El efecto fue inmediato. Él gruñó y se lanzó hacia adelante con una velocidad que me tomó por sorpresa. Sus labios se estrellaron contra los de míos en un beso que no era un beso, sino una posesión. Nuestras lenguas se enredaron en una lucha salvaje, húmeda y desesperada. Gemí contra su boca, sintiendo cómo una de sus manos se deslizaba hacia abajo, agarrando con rudeza uno de mis senos, el pulgar frotando el pezón hasta que este se endureció como una piedra. El dolor se fundió con el placer, enviando un relámpago directo a mi entrepierna. Ya estaba mojada, palpitando con necesidad.

Él no perdió tiempo. Con un gruñido me levantó del suelo con mis muslos envolviendo su cintura por instinto, el calor abrasador de su erección, el miembro palpitante presionando contra mi entrada a través de la tela de sus pantalones, separando mis labios con insistencia. Me arqueo contra él, frotándome sin vergüenza con las uñas hundiéndose en los hombros de su traje mientras un gemido largo y tembloroso se escapaba de su garganta.

— ¡Por favor...!— suplico —. Necesito sentirte. Ahora.

No tuve que pedírselo dos veces.

Con un movimiento brusco, Nicolás me empujó contra la pared. Él no se molestó en quitarse la ropa; en su lugar, desabrochó el cinturón con manos temblorosas, liberando su polla en un solo movimiento. El miembro saltó hacia afuera, grueso, las venas hinchadas bajo la piel, la punta brillando con una gota de pre-semen que se deslizó por el glandes.

No puedo evitar lamerme los labios al verlo. Dios, era enorme.

Antes de que pudiera decir otra palabra, Nicolás me penetró de un solo empujón, hundiéndose hasta la empuñadura. Un grito ahogado se escapó de mi garganta, mezclándose con el gemido de él mientras él se enterraba en mí, sus caderas chocando contra las mías con una fuerza que me hizo ver estrellas.

— ¡Mierda, estás tan apretada! — gruñó, sus dedos clavándose en la carne de mis nalgas mientras comenzaba a moverse. No había suavidad en sus embestidas, solo pura, cruda lujuria. Cada empujón me llenaba por completo, su polla rozando ese punto sensible dentro que me hacía temblar. me aferro a sus hombros mientras mis gemidos siguen volviéndose más altos, más desesperados con cada movimiento.

— ¡Más fuerte! — exijo, mis caderas moviéndose al ritmo del suyo, buscando más, siempre más —. ¡Fóllame como si no hubiera un mañana, Nicolás!

Él obedeció.

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