Capítulo 67. Una verdad que arde.
El viento en la finca tenía esa forma extraña de susurrar cosas que nadie decía en voz alta.
Iris lo notó esa tarde, cuando cruzó el jardín hacia el árbol de guayaba donde solía leer. La brisa no era fuerte, pero le despeinaba los pensamientos, le rozaba la nuca como dedos invisibles. No era solo una sensación: era como si algo —o alguien— la observara desde algún rincón de los árboles o desde la memoria misma.
Se sentó bajo la sombra, libreta en mano, tratando de enfocarse. Pero llevaba días así, inquieta. Desde que Julián le había hecho esa pregunta en el mirador, desde que comenzó a mirar sus álbumes viejos con otros ojos, todo le parecía un rompecabezas a medio armar.
Abrió su cuaderno, ese de cuero envejecido que cargaba a todas partes. Las páginas estaban llenas de frases inconexas, pequeños dibujos, pensamientos sueltos. Y allí, entre dos poemas incompletos, vio algo que no recordaba haber escrito.
“No confíes en nadie que te hable del original.”
La tinta era la misma. Su letra