Ariadna caminó con rapidez por el pasillo.
Su corazón latía con fuerza, el enojo nublándole la vista.
Pero antes de llegar a la puerta principal, una sombra se interpuso en su camino.
Maximiliano.
Bloqueando la salida con su cuerpo, su postura firme, sus ojos oscuros clavados en ella con una intensidad que la hizo estremecer.
—Muévete —espetó Ariadna, su voz temblorosa por la ira contenida.
Él no lo hizo.
—No.
Ariadna apretó los dientes y dio un paso hacia un lado, intentando esquivarlo, pero él volvió a moverse, bloqueándola de nuevo.
—Maximiliano, no hagas esto.
—No quiero que te vayas.
—Pues yo sí quiero.
—No. —Su voz fue más baja, más amenazante—. No de esta manera.
Ariadna sintió una mezcla de frustración y miedo escalar por su pecho.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo?
—Evitar que cometas una estupidez.
—¡No eres mi dueño! El único estúpido aquí eres tú que quieres forzarme a dormir contigo. ¡No me das mi habitación! Entonces me marcho. ¿Crees que puedes retenerme?
Intentó a