La euforia de los gemelos me tenía flotando en una nube que no quería abandonar. Habían pasado solo dos semanas desde esa ecografía que lo había cambiado todo —dos latidos idénticos, dos promesas de un futuro que nunca creí posible—, y cada minuto libre lo pasaba con Camila: tocando su vientre, planeando nombres (ella insistía en algo sencillo como "Lucas y Mateo"; yo, en algo con peso, como "Alejandro y Víctor"), o simplemente abrazándola en el sofá del ático, sintiendo que por fin tenía algo real, algo que no se medía en millones o contratos. El mundo de Valdés Empresas parecía lejano, un ruido de fondo que podía ignorar. Pero el trabajo no ignora a nadie, especialmente no a mí. Mi teléfono vibró esa mañana con un mensaje de Elena: "Urgente: Propuesta de expansión con Tokyo Tech. Marianna Sato necesita su aprobación inmediata. Llamada en 10 minutos".
Suspiré, besando la frente de Camila mientras ella preparaba el desayuno en la cocina.
—Vuelvo en un rato, Cherry. Es solo una llamada