El aire de la noche madrileña me golpea cuando salimos del Restaurante Botín, pero no enfría la tensión que vibra entre nosotros. Camila está a mi lado, con ese vestido negro que abraza sus curvas y me hace apretar los puños para no tocarla.
Guardó el sobre como si se tratara de un artefacto explosivo. Pero esta noche no se trata de contratos ni legados. Esta noche es sobre ella, sobre lo que despierta en mí, algo que no controlo y que deseo poseer.
El Mercedes negro espera en la calle, y mi chófer, Luis, abre la puerta para Camila. Ella sube, cruzando las piernas con una elegancia natural que me eriza la piel. Me siento a su lado, y el espacio reducido del coche hace que su perfume, algo suave y floral, me envuelva.
—¿A dónde vamos? —pregunta, girándose hacia mí. Sus ojos brillan bajo las luces de la Gran Vía, desafiantes, curiosos.
—Sorpresa —respondo, con una sonrisa que sé que la provoca—. No te preocupes, te gustará. —No le digo, porque sé que dirá que se hace tarde y se querrá i