La culpa

El avión aterrizó en Londres con un estruendo que apenas rozó la mente de Maximiliano Valenti. El vuelo había sido una agonía silenciosa, sus manos apretadas contra las rodillas hasta que los nudillos se le pusieron blancos, las palabras de la llamada del hospital resonando como un tambor roto: "Cesárea de emergencia. Estado crítico. Una niña… no sobrevivió." Desde entonces, un zumbido amargo le llenaba la cabeza, y cada respiración era un esfuerzo que le raspaba el pecho como si estuviera tragando arena.

Su hija estaba muerta, un pedazo de él arrancado antes de que pudiera darle un nombre, y Ariadna —su Ariadna— estaba en un hilo por su maldita cobardía.

El taxi desde el aeropuerto hasta el Hospital St. Mary fue un torbellino de faros y cláxones que le quemaban los ojos. El asiento olía a cuero viejo y tabaco rancio, pero él no se movía, no parpadeaba, su mirada perdida en las calles húmedas que pasaban como un telón negro. La camisa se le pegaba al pecho con sudor frío, y un temblor
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