Habían pasado cuatro años desde que Aisha Valdés salió de prisión.
Cuatro años de completo silencio. Sin llamadas, sin visitas. Su padre le había cerrado todas las puertas. No había familia esperándola al otro lado del muro. Ninguna madre que la abrazara. Ningún apellido que la protegiera. Leonardo Valdés había sido claro: "A partir de hoy, no eres mi hija".
Sola, marcada por un apellido que ya no la reconocía, Aisha hizo lo único que sabía hacer: sobrevivir. Y en su mundo, eso significaba una cosa. Casarse. No por amor. No por deseo. Sino por conveniencia. Encontró al mejor postor. Un hombre rico, influyente, veinte años mayor que ella. Viudo, con dos hijos adolescentes que la odiaban desde el primer día. Ella no los culpaba. Ella también se odiaba, a veces.
Su nuevo apellido era pesado, lleno de promesas de eventos sociales, caridad fingida y apariencias perfectas. Nadie sabía de su pasado, al menos no en el círculo que ahora frecuentaba. Su esposo sabía, claro que sabía, pero no le