Su cabello era blanco, al igual que sus ojos. Su piel era pálida, casi traslucida. Llevaba un largo vestido blanco, reluciente. No entendía cómo es que flotaba, a tan solo unos centímetros del agua. Aterradora, hermosa, cautivante.
—¿Quién eres? —tartamudeé.
Ella solo sonrió, enigmática. Comenzó a acercarse a mí, sin dudar. Tenía miedo, pero eso duró poco. Apenas la tuve cerca, pude notar quién era.
—Madre luna —bajé la mirada, avergonzada.
Mi loba me obligó a hacerle una reverencia, dándole el mayor de los respetos.
¡Estaba frente a frente con una diosa! Jamás, ni siquiera en mis sueños más locos, me imaginé que algo así pudiera suceder. Y yo no me encontraba presentable, en absoluto. Mi cabello debía ser un desastre debido al viento, mis pies dolían por la carrera que Nathan me obligó a ser participe.
—Querida hija —levantó mi mentón amablemente, obligándome a verla a los ojos—. Estás herida.
Un simple movimiento de su mano hizo desaparecer todas las heridas que en mi cuerpo habitab