La mañana amaneció limpia, tranquila, casi irónica. Como si el universo jugara a disfrazar las tormentas con cielos despejados.
En la cocina, el aroma del café recién hecho se mezclaba con el de las tostadas dorándose. Sophie se movía entre la encimera y la mesa con pasos suaves, firmes, casi bailando. Su bata blanca se ceñía a su figura con naturalidad y su cabello, recogido a medias, dejaba escapar mechones rebeldes que le caían sobre la frente. Tenía ojeras sutiles, sí —los trillizos eran un huracán diario—, pero el amor brillaba en su rostro, en esa manera dulce de servir los platos, en el murmullo con que nombraba a cada niño.
Noah pedía más jugo. Liam reclamaba su cucharita favorita. Alex, siempre más callado, señalaba una mancha en el mantel con la solemnidad de quien descubre un crimen.
—No peleen, que papá va a bajar en cualquier momento —dijo Sophie, sonriendo.
Y entonces lo vio.
Logan apareció en el marco de la puerta como si fuera parte de otro cuadro. Traía la camisa mal a