El Inicio
Sophia llevaba casi media hora esperando, con la hoja de registro arrugada entre sus dedos temblorosos, frente al consultorio de ginecología. Tenía las palmas sudorosas y el corazón en un vaivén constante entre ansiedad y esperanza. A pesar del aire acondicionado, sentía el calor treparle por el cuello, como si su cuerpo ya supiera que nada volvería a ser igual. Al recostarse en la camilla para el chequeo, su mirada se perdió en la lámpara del techo, buscando en sus luces blancas un consuelo imposible. Cada segundo se estiraba como un hilo tenso. —Tres embriones —dijo la doctora, su voz serena y firme interrumpió sus pensamientos—. Todos se están desarrollando bastante bien. Sophia se incorporó con brusquedad, sus ojos muy abiertos. —¿Qué ha dicho? ¿Tri... trillizos? La doctora hojeó su historial médico y asintió con seriedad. —Has estado tomando anticonceptivos durante mucho tiempo. Tu endometrio está más delgado de lo normal. Estos tres bebés no han llegado fácilmente, Sophia. Son un milagro. Debes cuidarlos bien. La noticia le cayó como una cascada helada y ardiente a la vez. Trillizos. Tres vidas latiendo dentro de ella. Tres corazones formándose con el suyo. Hijos de Logan Sterling... y de ella. El fruto de una relación secreta, intensa, y completamente desequilibrada. Durante un instante, sintió que podía volar. Quizá, solo quizá, esa noticia bastaría para que él finalmente la mirara como algo más que una sombra a su lado. Pensó en el rostro de Logan, siempre serio, siempre frío. En sus labios tensos, su ceño fruncido como si el mundo entero le debiera algo. Pero también recordó sus caricias en la penumbra, los silencios compartidos después del deseo, las veces en que creyó ver un atisbo de ternura bajo su armadura de CEO implacable. Tal vez esto —los bebés, su sangre, su herencia— lograrían derretir ese hielo. Como si el destino leyera sus pensamientos, el teléfono vibró en su bolso. Era él. —Ven a mi oficina en media hora —ordenó, con su voz siempre directa. Sophia apenas tuvo que pensarlo. Ya sabía lo que la esperaba: la oficina cerrada, el sofá aún tibio por su espalda, y al final... esas pastillas anticonceptivas que él le dejaba sobre el escritorio como si fueran una rutina más del trabajo. Sin preguntas. Sin emoción. Media hora después, empujó la puerta de vidrio esmerilado. Logan estaba allí, apoyado en su escritorio de roble, la corbata colgando floja alrededor del cuello, las mangas arremangadas. Al verla, se incorporó sin decir palabra y extendió un brazo para rodear su cintura. Sophia se tensó al instante, pero forzó una sonrisa y dio un paso atrás, firme. Sacó del bolso el sobre con la ecografía y lo puso sobre la mesa, frente a él. —Estoy embarazada —dijo, con la voz baja pero llena de convicción. Un destello fugaz cruzó los ojos de Logan. Una sorpresa que duró apenas un segundo antes de que su expresión volviera a congelarse. —Este no es el momento para tener un hijo —declaró, como si hablara de cifras y no de vidas. Las palabras le atravesaron el pecho como un cuchillo frío. Sophia sintió cómo las lágrimas se acumulaban sin pedir permiso, pero las contuvo. Tragó saliva con fuerza. —No estoy pidiendo matrimonio. Ni un título. Solo quiero tener a mis hijos. ¿Eso también vas a negármelo? ¿Vas a quitármelos? Dices que no es el momento... ¿acaso alguna vez lo será? Tres años. Tres años de entregarse sin medida, de vivir a la sombra de su poder, de esconder su amor y su dignidad. Y ahora, ni siquiera el derecho a ser madre. La puerta se abrió de golpe. Claudia Evans entró como si nada. Sus tacones resonaron sobre el piso de mármol. Vio los ojos enrojecidos de Sophia, la tensión flotando en el aire como una amenaza invisible. Y como si el guión le perteneciera, se acercó a Logan con dulzura forzada, posando una mano en su brazo. —No te alteres, deberían sentarse a hablar con calma —dijo, con una sonrisa cuidadosamente medida. Sophia no necesitó más. La rabia contenida le estalló como un disparo seco. Se rió, una risa amarga que le rasgó la garganta. —Ahora entiendo por qué no es el momento. Es por ella, ¿verdad? Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y salió. Caminaba con pasos decididos, aunque por dentro se desmoronaba. Apenas había llegado a la salida de emergencia cuando oyó pasos apresurados detrás de ella. Claudia, en sus impecables tacones de diseñador, la había alcanzado. —¡Sophia, espera! —exclamó, bloqueándole el paso con el brazo extendido. —Llevo muchos años siendo amiga de Logan —dijo Claudia, con tono condescendiente—. Conozco muy bien su carácter. Él no siente nada por ti. No son del mismo mundo. Para ser franca, solo está jugando contigo. Si te retiras por las buenas, será mejor para todos. Sophia la miró con el rostro pálido, pero con una firmeza que sorprendía incluso a sus propias rodillas temblorosas. —Apártate —dijo, con la voz quebrada pero clara—. Esto no te incumbe. —Solo quiero lo mejor para ustedes... Pero Claudia no alcanzó a terminar la frase. Sophia ya había salido corriendo, como si huyera de una explosión invisible, como si su mundo acabara de desmoronarse en silencio. Al llegar a la calle, subió al coche con manos temblorosas, casi sin sentir el contacto de las llaves al encender el motor. La ciudad seguía su curso, ajena al drama que la devoraba por dentro. Los semáforos, los transeúntes, el tráfico... todo parecía estar a una distancia irreal. Pisó el acelerador, pero su mente no estaba allí. Las palabras de Claudia resonaban con cruel claridad: “No son del mismo mundo. Él solo está jugando contigo.” Quizá era cierto. Quizá lo había sido siempre. Tres años había pasado entregándole todo a Logan: tiempo, cuerpo, silencio... amor. ¿Y qué había recibido a cambio? Pastillas, secretos y desprecio. Una punzada en el pecho la obligó a apretar más fuerte el volante. ¿Realmente pensó que unos bebés cambiarían algo? Logan no era solo frío. Era inamovible. Y si había dicho que no quería a ese hijo —a esos hijos—, haría lo que fuera necesario para que desaparecieran. El pensamiento le heló la sangre. No sabía hasta qué punto sería capaz de llegar, pero sí sabía una cosa con certeza: debía proteger a sus bebés a toda costa. Tengo que irme, pensó. Escapar. Ahora. Antes de que sea tarde. Sus ojos se nublaron. La presión en su pecho era tan fuerte que apenas podía respirar. El zumbido del motor y el crujido de los neumáticos sobre el asfalto eran lo único que la mantenía anclada a la realidad. Pero incluso eso empezó a desvanecerse. Un destello de luz, una curva mal calculada, un momento de distracción… El volante se le escapó de las manos. —¡No...! —alcanzó a decir antes del estruendo. El coche se salió del carril con un chirrido brutal. Los frenos chillaron como un grito desesperado, pero ya era tarde. El vehículo impactó contra una valla metálica al borde de la carretera. El golpe fue seco, violento. El cuerpo de Sophia se sacudió con fuerza antes de quedar inerte sobre el asiento. Dentro del habitáculo, solo el pitido constante del motor en reposo y el zumbido tenue del cinturón desabrochado rompían el silencio. Un hilo de sangre le bajaba por la sien, lento y cruel, deslizándose por su mejilla hasta empapar el cuello de su blusa blanca. Sus ojos estaban entrecerrados, su respiración irregular. Y en medio de la confusión, su mano temblorosa se posó, casi por instinto, sobre su vientre. Como si, incluso al borde del colapso, su cuerpo no pudiera olvidar a quién debía proteger.