Capítulo setenta. La sangre del mar.
El sonido del disparo aún resonaba en su cabeza.
Andreas Konstantinos se quedó inmóvil frente a la ventana del despacho, con el teléfono aún en la mano, los nudillos blancos, el rostro tan pálido como el amanecer gris sobre Atenas.
El mar, allá abajo, parecía más oscuro que nunca.
Como si presintiera que una verdad estaba emergiendo desde sus profundidades.
—Andreas… —la voz de Ariadna llegó desde la puerta, suave, insegura—. ¿Qué pasa?
Él no respondió. No podía.
Solo apartó el teléfono de su oído y lo dejó sobre el escritorio.
La pantalla seguía encendida.
Una llamada finalizada.
Un nombre: Lysandros.
—¿Qué ocurrió? —preguntó ella, acercándose—. Estás temblando.
Andreas apretó los dientes, forzando las palabras a salir.
—Acabo… de escuchar cómo moría.
Ariadna se cubrió la boca, ahogando un jadeo.
—¿Lysandros…?
Él asintió.
Sus ojos, duros, intentaban contener un torbellino.
—La llamada se abrió sola. No sé si por accidente o si… —respiró hondo— si