Capítulo cincuenta y cinco. Sombras sobre Atenas.
El sonido de los motores del jet privado se mezclaba con el zumbido constante del viento.
A través de la ventanilla, el mar Egeo se extendía como un espejo de plata.
Andreas Konstantinos permanecía en silencio, con la mandíbula tensa y los puños cerrados sobre las rodillas.
El viaje a Atenas no debía ser largo, pero la tensión hacía que cada minuto pesara como una hora.
Frente a él, Ariadna sostenía a Helios en brazos, cubriéndolo con una manta.
El bebé dormía plácido, ajeno al torbellino que envolvía a sus padres.
—Podrías haberte quedado en Santorini —dijo Andreas finalmente, con voz grave pero cansada—. No quiero que te expongas a esto.
Ariadna levantó la vista.
—Y yo no quiero volver a vivir con miedo. Si este hombre amenaza a nuestra familia, quiero mirarlo a los ojos.
Él exhaló despacio.
Siempre era así con ella.
Cuando Andreas creía que debía protegerla, Ariadna ya estaba luchando a su lado.
—Eres más fuerte de lo que cualquiera