Capítulo cincuenta y cuatro. No somos los mismos de antes.
El sonido del mar se mezclaba con el arrullo de un bebé dormido.
La villa Konstantinos en Santorini brillaba bajo la luz del amanecer, con sus paredes encaladas reflejando el sol dorado y el aroma del café recién hecho flotando en el aire.
Ariadna estaba sentada en la terraza, envuelta en una bata blanca, con Helios dormido sobre su pecho.
Tenía el cabello suelto, algo despeinado, y los ojos llenos de un cansancio dulce, de ese que solo entienden las madres que aman tanto que hasta el agotamiento les parece un regalo.
Andreas la observaba desde el marco de la puerta, en silencio.
Durante años había pensado que la felicidad era una palabra vacía, un lujo que los hombres como él no podían permitirse.
Pero verla así, con su hijo respirando contra su piel, era suficiente para derrumbar todos los muros que alguna vez construyó.
—No te quedes ahí parado —dijo ella sin mirarlo, con una sonrisa pequeña—. Sé que estás observándonos.
Él