Capítulo veinte. Entre rejas.
El sonido del cerrojo metálico retumbó en los oídos de Ariadna como una campana fúnebre. La celda era pequeña, húmeda y fría, con paredes desconchadas y un catre duro en una esquina. El aire olía a desinfectante barato y a resignación.
Ella se sentó lentamente en el catre, sintiendo cómo el acero invisible de la humillación le oprimía el pecho. Apenas unas horas atrás estaba en la villa Konstantinos, rodeada de mármol, seda y el calor de Andreas. Ahora, el único lujo era tener una manta áspera y fina que apenas cubría sus hombros.
Los murmullos de otras reclusas llegaban desde el pasillo, algunos cargados de burla, otros de curiosidad.
—Mírenla… la ricachona caída en desgracia.
—Seguro creía que nunca iba a acabar aquí.
—Dicen que estaba con el millonario griego…
Ariadna apretó los puños, conteniendo las lágrimas. No les daría el gusto de verla débil.
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