Capítulo 5

Me quedé muda.

Se quejó de que no sabía usar una cámara, que había mentido diciendo que tenía experiencia en el extranjero, que ni siquiera pude concluir con el trabajo.

Puras excusas.

Solo tenía miedo de que contara lo que acababa de hacer durante la entrevista.

Suspiré.

Perfecto. Despedida, humillada y todavía temblando.

¿Podía el día ser peor?

Sí, sí podía.

No recibí ni un centavo después de correr todo el día.

Me dijeron que solo me pagarían si trabajaba una semana completa.

Estaba furiosa, pero no había nada que pudiera hacer.

Ellos tenían el poder, y yo… yo solo tenía hambre, cansancio y tres bocas que alimentar.

Me agaché en la acera, intentando contener las lágrimas, humillada y exhausta. ¿Cómo iba a mirar a mis hijos a la cara?

Cuando por fin abrí la puerta de casa, escuché pasitos apresurados.

—¡Mami! —gritaron las tres voces a la vez.

Liam llegó primero, siempre el más rápido. Tomás, con su barriguita redonda, fue el último. Stella iba en el medio, con las coletas saltando.

Me agaché, abrí los brazos y los abracé a todos.

—Mami ha vuelto —dije con una sonrisa débil—. ¿Fueron buenos hoy?

—¡Sí! —respondieron, contagiándome con su energía.

En ese instante, todo el cansancio se difuminó. Ellos eran mi fuerza. Mi razón para seguir adelante. Y no… jamás dejaría que ese hombre supiera de su existencia. Jamás.

—Mami —dijo Liam con seriedad—. Dijiste que comeríamos pizza después de tu primer día.

Sentí una punzada de culpa. Me habían despedido, el dinero escaseaba y apenas podía cubrir los gastos. Pero no podía fallarles.

—Está bien —dije con una sonrisa débil—. Vístanse, vamos a la pizzería.

Saqué lo poco que quedaba en la cartera, le pagué a la niñera y la despedí con un agradecimiento. Luego tomé de la mano a los niños y salimos. Caminamos hasta la pizzería del barrio. Ellos reían y hablaban sin parar de sus pizzas favoritas, y por un momento, sus risas hicieron que todo pareciera un poco menos difícil.

Nos acomodamos en una mesa junto a la ventana. Pedí una pizza grande y dos refrescos; los niños empezaron a jugar con las servilletas mientras yo observaba sus caras, aferrándome a ese momento de normalidad.

De pronto, una voz detrás de mí me dejó sin aliento. Era familiar y heladora a la vez.

—Maya.

Me giré y lo vi. Roberto. Mejorado, más parecido, con un traje que le sentaba perfecto y unas gafas que le daban un aire más serio, más calculador. Sonreía como si el tiempo no hubiera pasado, como si no hubiera destrozado nada en su estela.

No sabía qué decir. Mi corazón se congeló en la garganta; después de todo lo que me había hecho, no quería saber nada de él.

Los niños, ajenos a la tensión que me recorría, interrumpieron mis pensamientos.

—Mami, ¿quién es ese hombre? —preguntó Stella con curiosidad.

Roberto dejó de sonreír un instante y miró a los niños detrás de mí. Su expresión cambió, estudiándolos con atención.

—¿Te casaste? —preguntó, con una calma que me sonó a amenaza velada.

Tragué saliva. Si decía la verdad, que era madre soltera, podría malinterpretarlo; si mentía, la mentira se notaría. Antes de que pudiera organizar una respuesta, Liam, sincero y directo como siempre, soltó:

—Mamá no está casada. No conocemos a papá.

Roberto frunció el ceño y entonces, con una voz fría, preguntó:

—¿Cuántos años tienen?

—Tres —dijo Tomás sin pestañear.

—Niños, por que no van a jugar un momento a la sala de juegos, les hablaré cuando ya este la pizza lista. —Mis pequeños asintieron sin decir nada y se alejaron sin dejar de mirar a Roberto.

Roberto me miró entonces con una mezcla de incredulidad y algo parecido a el alivio. Se acercó un paso más, como si quisiera comprobar algo con la mirada.

—Esos niños… —murmuró—. Maya, éramos novios hace tres años. Nunca estuviste con nadie más que conmigo. Son mis hijos.

La sala pareció encogerse. Sentí que se me escurría el mundo de las manos.

—No —dije de inmediato, antes de que pudiera traicionarme el temblor—. No son tuyos. No tienen nada que ver contigo.

Roberto interpretó mi rechazo como una agresión. Endureció la postura, apretó la mandíbula y su voz se volvió más tensa.

—Lo son, Maya. Y si sigues negándolo, haré que les hagan una prueba de ADN.

—¿Y desde cuándo te preocupan los hijos? —le escupí—. Te casaste con Vivian, fuiste infiel y ahora pretendes llevártelos. Si tanto los quieres, que sea ella quien te los dé.

Recordé los murmullos en la ciudad cuando llegó la noticia de que la esposa de Roberto no podía concebir después de tres años de matrimonio. Nadie sabía quién tenía la culpa. Roberto palideció por un instante y luego, desesperado, me agarró la muñeca con fuerza.

—Ya no cuentas con el respaldo de tu padre —dijo con voz áspera—. Nunca lo hiciste. Si esos son mis hijos, me los llevaré, aunque tenga que hacerlo por la fuerza.

El agarre me dolió, pero me liberé con un movimiento seco y lo miré sin miedo.

—¿Qué piensas hacer, Roberto? ¿Armar un escándalo por hijos fuera del matrimonio? ¿No te importa la reputación del hijo del alcalde? Tu padre se pondrá furioso.

Roberto aflojó el agarre y me soltó. Creía que su poder bastaría para intimidarme, pero había olvidado que yo también sabía defenderme.

Se dio la vuelta y se marchó sin añadir una palabra, dejando atrás el eco de su amenaza.

Mi corazón no bajó su ritmo; sabía que no se quedaría de brazos cruzados ahora que sospechaba que esos niños podían ser suyos. Tenía que ser fuerte para lo que se avecinara.

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