El impacto la dejó sin aliento.
Sus ojos se cruzaron: los de él, oscuros y dominantes; los de ella, amplios, asustados.
El corazón le latía con fuerza, el pecho subía y bajaba con rapidez.
La bandeja cayó al suelo con un estrépito metálico.
No podía creer que Alexander la hubiese arrastrado hacia sí con una sola mano. Era demasiado fuerte.
—¿A dónde crees que vas sin mi permiso? —preguntó él, su voz baja, pero cargada de peligro.
Maya estaba sentada sobre sus piernas, con el cuerpo presionado contra el suyo.
El calor de su respiración le rozaba el rostro, y eso la asustó aún más.
Intentó liberarse, empujándolo con ambas manos.
—¡Suélteme, señor Brook! ¡Déjeme ir! —gritó con el temblor del miedo en la voz.
Pero él no cedió. Sus brazos eran una prisión de acero.
—¿Ya no quieres saber por qué? —preguntó, sosteniéndole la barbilla con firmeza.
Maya lo miró, aturdida, tratando de entender.
—¿Por qué… qué?
Alexander la observó intensamente, su aura poderosa y sofocante.
Por un momento, ella