El muchacho daba vueltas por su habitación como un león enjaulado. No había dormido en toda la noche y su rostro mostraba los signos de una angustia evidente. Estaba visiblemente desmejorado, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño.
Sus padres intentaron calmarlo, pero desde que había llegado a su casa no hacía más que fumar y beber, sumido en una tormenta emocional.
Lucía entró en la habitación, aún con el pijama puesto, y lo miró furiosa.
—¡Eres un estúpido, Pablo! —dijo, con el rostro tenso—. ¿Qué fue lo que hiciste ayer? ¡Estás loco!
Él la miraba con la mirada perdida, como si no estuviera completamente allí.
—Yo no quise... —murmuró, con su voz quebrada—. No sé qué me pasó... ¡Oh, Dios! Liz nunca me perdonará.
Lucía, alarmada, se giró hacia su padre, quien se había puesto pálida al escuchar aquellas palabras.
—¡Habla, Pablo! —gritó Lucía—. ¡No sé qué pasó, pero lo que sé, es que Federico sabe que estuviste con Lizzy!
Pablo se levantó lentamente, mirando a su familia, comple