Subieron al avión sin que ella supiera adónde la llevaría su esposo. Él le había dicho que sería una sorpresa y que debía intentar no ponerse ansiosa.
Víctor había pasado las últimas semanas coordinándolo todo, para que el viaje fuera lo más placentero posible, asegurándose de que no sufrieran contratiempos. Estaba todo programado para que regresaran en diez días: Elizabeth debía ponerse al día con sus estudios y Federico atender sus negocios.
—¿Dime, adónde me llevarás? ¡No me tengas en llamas, no puedo esperar para saberlo! —rogaba Elizabeth, haciéndole muecas graciosas.
Federico le dio un beso en la nariz.
—Tendrás que esperar. Si te lo dijera, ya no sería una sorpresa.
Ella entendió que insistir sería peor. Se recostó sobre su hombro y se durmió profundamente; el viaje duraría varias horas.
Al arribar, un chofer ya los esperaba para trasladarlos al hotel. Elizabeth abrió los ojos enormes al reconocer el lugar: estaban en Londres.
—¡No lo puedo creer! —exclamó, abrazando emocionada