Federico y Salvador corrieron por el sendero hasta que, entre los arbustos, encontraron a un joven que luchaba por mantenerse consciente.
—¿Dónde está mi esposa? —exigió Federico, agachándose para tomarlo por la ropa con violencia.
Juan, agitado apenas podía hablar.
—La ayudé a escapar… la iban a matar, aunque pagara… Señor, ella me pidió… que cuidara a Lucas…
Federico miró a su alrededor, con el rostro desencajado. ¿Cómo confiar en un delincuente, aunque fuera tan joven, casi un niño?
—¿Hacia dónde fue? ¡Dime, o lo lamentaras tú y toda tu familia! —rugió lleno de furia.
El joven respiraba con dificultad, a punto de desmayarse.
—Corrió hacia el puente… yo me quedé deteniendo a ese hombre que quería… —tosió— tocarla… No la vi más… por favor, señor… sólo tengo a mi madre enferma…
Federico lo soltó. Por alguna razón, le creyó.
—¡Llévenlo al hospital! —ordenó, respirando con fuerza—. Si dice la verdad, aún hay esperanzas.
Mientras los hombres levantaban a Juan, este alcanzó a murmurar con