Elizabeth abrió los ojos lentamente. Todo su cuerpo le dolía. Un punzante ardor en la pierna la hizo estremecer apenas intentó moverse. Parpadeó varias veces, tratando de enfocar la vista. El lugar donde estaba no le resultaba familiar. Las paredes eran de madera rústica, el aire olía a tierra mojada y a hierbas, y una tenue luz entraba por una pequeña ventana.
De pronto, una figura apareció frente a ella. Un joven de rostro sereno y sonrisa amable se inclinó hacia su lecho.
—¡Por fin has despertado! —dijo con alivio—. ¿Cómo te sientes?
Elizabeth se llevó una mano a la cabeza.
—Me duele todo el cuerpo… pero… creo que estoy bien.
Tenía magulladuras en los brazos, moretones en las piernas y algunas heridas en el rostro. Pero estaba viva. Eso, ya era un milagro.
—Unos hombres de la aldea te encontraron y te trajeron hasta aquí —explicó el joven—. ¿Recuerdas qué te sucedió? ¿Cómo llegaste hasta aquí?
Ella frunció el ceño, confundida.
—No… —balbuceó, llevándose ambas manos a la cabeza—. No