Elizabeth intentaba no perder la compostura. Llevaba la cuenta de los días con esfuerzo: creía que eran dos. El lugar donde estaba era completamente cerrado, sin ventanas, sin luz natural. No podía saber si era de día o de noche. El joven que la asistía entraba y salía tan rápido que no alcanzaba a notarlo.
Por todos los medios, trataba de ganarse su confianza. Si lograba convertirlo en un aliado, quizás podría encontrar una salida. Se obligó a calmarse para pensar con coherencia y actuar en consecuencia.
—¿Necesita algo, señorita? —preguntó el joven, con una voz respetuosa—. ¿Tiene hambre?
Elizabeth le sonrió, esforzándose por parecer tranquila.
—Por favor, dime Elizabeth. Y sí, agradecería algo de comida —respondió, aunque en verdad, no podía tragar ni agua del nudo que tenía en la garganta.
—Le he traído carne con verduras. Coma sin miedo señorita, todo es fresco y huele muy bien. Yo mismo lo compré.
Ella asintió y comenzó a comer lentamente. Se había propuesto caerle bien, como fue