Lo que él diga
Lo que él diga
Por: samanthajaksic
Capítulo uno

Cuando Nate-lee postuló para trabajar como asistente personal, pensó que su estadía allí duraría un par de meses e incluso que no excedería el año. Sin embargo, desde el penoso día donde había llegado a la mansión Vincent, sin un gramo de experiencia en el cuerpo, y más por obligación que por gusto, ya no pudo dar marcha atrás a aplazar su propia vida con tal de mantenerse en ese lugar. Y no era que se arrepentía diariamente de aquella decisión, solo que días como aquellos, cuando el cascarrabias de su jefe le daba un regaño brusco — casi a gritos — solo por no ser lo suficientemente eficiente, era que se replanteaba seriamente seguir en ese lugar. No era una mujer de mundo, ni la más perfecta, pero le ponía pasión a su trabajo lo suficiente para llegar al extremo. Y aquellos reclamos tampoco sucedían a menudo, pero cuando lo hacían, le tocaba la moral tener que bajar la mirada y aceptar las duras y frías palabras de su jefe por tonterías. Porque exactamente eso eran sus absurdos reclamos; boberías sin sentido. 

Suspiró desganada y se sentó tras su escritorio de caoba. 

Como su pequeño cubículo se encontraba a las afueras del despacho de su grandisimo e idiota jefe, se dio un par de minutos para respirar profundo. Se quitó los anteojos, apoyó los codos sobre la superficie y ocultó el rostro entre las manos. Repitió dos sencillos y eficientes mantras para esas oportunidades: «Agradece lo poco que tienes, porque hay algunos que no tienen nada» y el infaltable «Amo mi trabajo. Amo mi trabajo. Amo mi trabajo»

Y, de verdad, lo agradeció. 

Pensó en su pequeño piso, en los pequeños lujos mortales que se daba de vez en cuando y se concentró, sobre todo, en que si seguía trabajando como hasta ahora, podría obtener el sueño de su vida más pronto que tarde. Con aquello en mente, mucho más renovada y motivada a seguir adelante con el día laboral y las pocas horas que le quedaban para ir a casa ese viernes, es que se puso a trabajar. Ordenó los archivos, revisó los correos y organizó toda la documentación propicia. Le llevó un par de tazas de cafés a su neandertal y ermitaño jefe, como mandatos y ofrendas de paz, y se sumergió en su quehaceres pendientes decididamente hasta que la hora de irse llegó en un abrir y cerrar de ojos. Comenzó a organizar todas las cosas en su escritorio y a responder los últimos correos pendientes cuando una vocecilla infantil, que conocía muy bien, llamó su atención.

—¿Nate…?

—¿Sí? — inquirió sin dejar de redactar el e-mail.

—¿Puedes leerme un cuento antes de irte?

Nate-lee levantó la mirada del monitor de la computadora y la posó en el niño que se hallaba de pie, con una mantita verde afelpada abrazada a su cuerpo. Sus tiernos ojos verdes e infantiles, esperaban con paciencia y algo de temor su respuesta. Nate-lee le sonrió con cariño. Su carita dulce, con desordenado cabello rubio, estaba ligeramente ladeada.

—Aún es temprano para dormir, Noah — le dijo con suavidad, desvió la mirada a la pantalla del computador y se cercioró de la hora; siete de la tarde exactas. Volvió los ojos al niño y prosiguió —. Ni siquiera has cenado aún. 

—¿Te quedas a cenar conmigo? 

Ella negó suavemente, rechazando su petición. 

—No puedo, cariño. No es apropiado. Además, ya cenamos juntos ayer, ¿lo recuerdas?

—No quiero cenar solo hoy — murmuró el pequeño con sus ojitos llenándose de lágrimas —. Siempre como solo, ni siquiera Nicole se queda conmigo — confesó con tristeza, aferrándose a su mantita y haciendo alusión a la descuidada niñera que había sido contratada hace unas semanas. 

A Nate-lee no le gustaba esa mujer. Su forma inapropiada de tratar al niño había hecho que intercediera en su defensa muchas veces, ganándose uno que otro reproche de su jefe por interferir en el trabajo de la señorita Pinnock. Uno que verdaderamente no hacía como debía. Noah siempre se encontraba solo cuando no debía, hacía los deberes que a veces estaban mal e incluso sus horarios de sueño se encontraban descompuestos. Un niño pequeño necesitaba reglas y amor, y ninguna de las dos cosas se le proporcionaba en esa enorme mansión de hielo donde solo se respiraba silencio. Ni siquiera su arisco jefe le daba a su propio hijo bien estar y, muy en su interior, Nate-lee lo maldecía por comportarse de esa manera con un niño de seis años tan hermoso, risueño y encantador. Noah se merecía a un padre, pero su jefe no participaba en ese papel desde hace mucho. 

—Te propongo algo: yo terminaré de ordenar todo aquí, enviaré los últimos mensajes e iré a cenar contigo, ¿te parece bien?

—¿Y me leerás un cuento antes de marcharte?

Nate-lee asintió sin dejar de sonreír. 

De todos modos ese huraño hombre ni siquiera salía de su despacho ni para acompañar en las comidas a su propio hijo, ¿qué iría mal si ella lo acompañaba un rato? Sabía que él se quedaría solo, a cargo de aquella descarada niñera, todo el fin de semana. 

No lo vería hasta el lunes, algo que siempre le dolía recordar. Quedarse un rato más esa tarde no hacía mucha diferencia en su planes para esa noche. Además, ver el brillo de esperanza y felicidad en los ojos de ese niño, valía la pena incluso el regaño si su jefe se llegase a enterar. 

—Sí, te leeré un cuento. Pero primero tengo que terminar con esto, ¿está bien?

—Sí — asintió y luego señaló la mesa con su manito libre —. ¿Puedo esperar aquí mientras terminas? No quiero volver con la señorita Pinnock.

La sonrisa de Nate-lee vaciló, pero se recompuso rápido. 

—Claro. Ven aquí — le hizo un ademán para que rodeara su escritorio. Cuando lo tuvo frente a ella, lo tomó por debajo de las axilas y lo sentó en su mesa, quedando casi a la misma altura ocular. Sabía que tardaría al menos unos quince minutos más en terminar, así que buscó algo para que se mantuviera distraído—. Por un rato serás mi asistente, ¿te parece? 

Le tocó la punta de la nariz haciéndolo reír y el pequeño sacudió su cabeza divertido. Nate-lee sacó del cajón del escritorio un libro de dibujos, que era un regalo reservado para su sobrina que vería ese fin de semana. Sabía que bien podría comprar otro libro mañana camino a la casa de su hermana. Lo desenvolvió del papel rosa y se lo entregó a Noah. Luego le tendió un lápiz

—Mira, solo tienes que unir los puntos con los número señalados y ayudarme a descubrir qué animal se esconde detrás — le señaló la página, con un dibujo incompleto e hizo un pequeño mohín con los labios cuando los ojitos de Noah le miraron atento —. Yo he tratado hace días de hacerlo, pero soy muy torpe para lograrlo. ¿crees que podrás hacerlo?

Noah sonrió y asintió decidido varias veces. 

Nate-lee le acarició el lateral de la cara.

—Buena suerte, entonces, muchachón — animó —. Porque he intentado hacerlo por días y no lo he logrado.

Le dedicó un guiño juguetón y lo dejó con su tarea, mientras ella misma completaba las suyas. Menos de cinco minutos más tarde, Noah le mostraba orgulloso la enorme pareja de osos, marcada por torpes y temblorosas líneas, que había descubierto al unir los números. Nate-lee le sonrió y se echó la culpa por ser una torpe, algo que el pequeño defendió señalando la dificultad de la tarea y que no la culpaba en lo absoluto.

Ella contuvo la risa por su raciocinio tan infantil y, luego, le dejó la tarea de completar otros retos que traía el libro: como sumar las frutas y los animales o reescribir un par de frases sencillas. Cuando ambos acabaron, Nate-lee apagó la computadora, tomó su bolso y bajó al niño del escritorio, todo mientras Noah comenzaba a relatarle los datos curiosos que había aprendido con el profesor privado ese día. Ni siquiera se dio la molestia de despedirse de su jefe, rara vez lo hacía y siempre y cuando él la buscara para pedir algo de último momento. Ambos se internaron en el pasillo para dirigirse a la cocina. Noah con su mantita pegada al pecho con una mano y con el libro en la otra.

—¿Sabías que el corazón de una ballena pesa 180 gramos? — dijo él con suma admiración. 

Nate-lee le sonrió divertida, mientras era guiada.

—¿No serán kilogramos?

Él frunció su pequeño ceño y se dio unos segundos para pensar. 

—Sí, creo que eso es. 180 kilogramos. Kilogramos — repitió y luego lo hizo otra vez, pero de manera más concentrada y para sí mismo, como sí tratara de no olvidarlo—. Oh, ¿y sabías que una serpiente joven muda su piel cada cuatro a ocho semanas?

—¿En serio?

—Sí — asintió y sus ojitos volvieron a posarse en ella—. Ah, ¿sabías que hay un escarabajo que junta el popó de otros animales y los transforma en una enorme bola popó que lleva a todos lados?

—Uh, eso es asqueroso — dijo con una mueca de fingido desagrado. 

Noah sonrió, arrugó su nariz, y estuvo de acuerdo. 

—Lo sé — le dijo y se inclinó un poquito hacia su costado, susurrando en voz bastante alta—. También pensé eso cuando el profesor Lammet me lo dijo. 

Arrugó su rostro, con una mueca de disgusto, mientras sacudía la cabeza.

Nate-lee le miró con una sonrisa. ¿Cómo podía ser que teniendo a un niño tan educado, bien portado, risueño y curioso en casa, a su ermitaño jefe no le diera ganas de pasar tiempo con él?

Unos pasos apresurados se escucharon y, tan rápido como Noah estaba a su lado, fue tironeado hacia delante con fuerza. Nate-lee se detuvo a un escaso paso de distancia, descolocada.

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