Narrador omnisciente
Lisa despertó con la sensación de haber dormido apenas unos minutos, aunque la luz tenue que entraba por la ventana indicaba que ya era de mañana. Su cuerpo estaba rígido, como si hubiera pasado la noche defendiéndose incluso en sueños. Le dolía la cabeza. Le ardían los ojos. Sentía la garganta seca, marcada por el llanto de la noche anterior.
Antes de moverse, escuchó.
Silencio.
No el silencio de una casa tranquila, sino el silencio espeso de después de una tormenta.
Respiró hondo y se incorporó despacio. No quería enfrentar el día, pero no tenía alternativa. Había cosas que resolver. Que sostener. Que explicarle a dos niños que habían visto demasiado.
Se puso de pie, alisó el borde de la cama con una mano temblorosa y abrió la puerta de su habitación.
El pasillo estaba quieto, casi frío. Los recuerdos de la noche anterior volvían en oleadas —los gritos, la tensión, la entrada repentina de Cristian, el dolor en el pecho—, pero ella los apartó. No podía que